05/07/2018

Muerte al WhatsApp, larga vida a las postales

Cada día odiaba Whatsapp con más intensidad. Mi frustración era tal que a veces pensaba que me estaba volviendo loca. Veía 'emojis' camuflados en la ciudad. Sonidos cotidianos -vapor saliendo por el pitorro de la tetera, el timbre de la casa de mis padres, una cucharita de metal golpeando la mesa- se transmutaban en la alarma de las notificaciones. Mi cerebro no conseguía descansar. Por la noche soñaba que contestaba conversaciones atrasadas, para despertarme con el mismo 'inbox' de siempre saturado de mensajes.

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Lo que comenzó siendo una herramienta para agilizar la comunicación con mis amigos se convirtió poco a poco en un arma de doble filo, a camino entre lo personal y lo profesional. Los clientes me contactaban a horas intempestivas, mis colegas se enfadaban cuando pasaban más de dos días sin obtener respuesta a su “¿Qué tal vas?” y cada vez me sentía más atrapada en una red de interacción superflua. Un imperio tiránico donde los dos 'ticks' azules ejercían un reinado del terror absolutista.

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Por eso he decidido mandar postales. A veces las compro en chiringuitos playeros, museos o aeropuertos, pero la mayoría de las veces las hago yo misma. Dibujo las cosas que me tienen en vilo o simplemente garabateo lo primero que me viene a la mente. Me esfuerzo en darles personalidad. Que se vea que he invertido en ellas mi tiempo y mi cariño.

Aún utilizo el móvil, de vez en cuando. Para hablar de cosas urgentes o ultimar cosas relacionadas con el trabajo, pero intento evitar al máximo esa interacción continua y trivial a la que nunca llegué a acostumbrarme.

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En un mundo que nos presiona a utilizar constantemente la tecnología para comunicarnos, hago un alegato a favor de mantener un contacto directo únicamente con la gente a la que realmente apreciamos. Porque no vas a mandar treinta cartas, pero sí treinta mensajes. ¡Muerte al Whattsapp, larga vida a las postales!